El bosque de los ausentes

La invitación

Me convencieron al mencionar el nombre del recorrido. Fue el pasado dos de enero, estábamos en la casa de mi abuela y Mateo y Daniela comentaban sobre un recorrido descubierto hace poco en no sé qué aplicación del celular. Desde hace unas semanas la vieja bicicleta de Daniela (antes, la vieja bicicleta de Mateo) era mía: una GW tipo Arrow que bauticé Diana. Ahora podía, por fin, empezar a acompañar a mi hermano en sus ciclopaseos.

-La ruta se ve muy buena y los paisajes, ufffff, una chimba -me dijo Mateo. -La dificultad es moderada pero eso a vos te da, vos tenés estado físico -remataba.

Por mi parte, el "moderado" de la dificultad era un susurro de advertencia. Hace más de cuatro meses que no boxeaba y mis ejercicios cotidianos se habían reducido a salir a caminar con Lucky. No me sentía, precisamente, con un estado físico destacable. Por el contrario, me era fácil imaginarme ahogado por el asma en mitad de una loma, sin poder dar un pedalazo más. Así las cosas, me tentaba la idea de ver paisajes hermosos (las fotos admiraban bosques de pinos perdiéndose en el horizonte) y un breve corto de adrenalina por conocer, por fin, la sensación de desplomarse trocha abajo sin poder tocar los frenos (ya me habían explicado, en ese entonces, que frenar significaba perder el equilibrio). La balanza no se decidía a afirmar o negar la invitación. Hasta que Daniela dijo el nombre del recorrido.

-Se llama el bosque de los ausentes.

Eso fue todo. Las dudas aletearon su camino hasta la llama y se consumieron en cenizas en el segundo siguiente. No podía, no puedo, resistirme ante la belleza del Nombre. Me arrastra. La dificultad moderada, mi empobrecido cuerpo, la idea de morir despeñado y con asma, todo desapareció ante la certeza del Nombre. El bosque de los ausentes. Montar bicicleta y atravesar el bosque de los ausentes. Incluso: perderse en el bosque de los ausentes. O, siendo extremos: morir en el bosque de los ausentes. Tenía que ir. No podía negarme a esa gravitación.

-De una -respondí -, yo voy.

La mañana del domingo

Me desperté a las seis de la mañana. La emoción tranzo su alquimia y cinco horas de sueño fueron suficientes. Mientras Mateo se bañaba, revisé a Diana: ensayé los frenos (el derecho era sumamente difícil de apretar), sujeté con fuerza el manubrio, medí la altura del sillín. Nunca había montado en Diana, y hace un par de años que no montaba en una bicicleta de montaña. No me importó. Ya le había puesto nombre y eso era más importante que ensayar montarla. Ya podía contar con su complicidad. Diana iba a ayudarme a sobrellevar lo que viniera. Diana no iba a dejarme abandonado. Diana y yo íbamos a atravesar el bosque de los ausentes.

Cuando Mateo estuvo listo cargamos las bicicletas en la camioneta de mi mamá (se llama Paloma, la camioneta, no mi mamá) y, luego de pasar por Daniela y encontrarnos con los otros excursionistas, siete en total, manejamos hasta El Retiro. Eran las diez de la mañana cuando tomaron la primera foto: estamos filados lado a lado, sonriendo, en el mall donde dejamos los carros. Todavía no tiene el cuerpo ni una pizca de agotamiento, todavía no sabemos que la noche terminará siendo rescatados por una camioneta de la policía, todavía no han empezado a confundirse intentando leer el mapa en los smartphones, ni se han quejado del frío.

En esa foto todo es expectativa alegre. En la pedaleada por carretera hasta el camino veredal donde empieza el recorrido, todo es expectativa alegre. Incluso, en la subida por carretera destapada hasta la entrada donde empieza la trocha, todo sigue siendo expectativa alegre: cansancio, sí, pero nada inesperado, todo más o menos como ellos conocen, como lo han vivido en otros recorridos. Ellos, que han tenido otros recorridos.

Para mí, el ascenso por empedrado es el primer descubrimiento del día. Cuando intento avcanzar con fuerza, parándome en los pedales, la llanta trasera patina. Me hago un lío con las combinaciones de los cambios. No acabo de encontrar el ángulo adecuado para poder arrancar una vez he tenido que detenerme. Mi cuerpo, pese a la tontería de mi técnica, no está dispuesto a echar atrás. El largo descanso lo resiente, pero la memoria de los músculos anhelaba el reto. Las piernas presionan sin importar el límite del calambre, los brazos, entumidos por la vibración, guían implacables la rueda delantera.

Reconfortado por esa onza de orgullo, al ver a dos de los amigos de mi hermano quedarse atrás, exhaustos; e ilusionado por la belleza del paisaje, consigo llegar sin mayor trauma a la entrada a la trocha. En el camino, campos verdes, aire limpio, el cielo azul de la infancia de Machado.

El primer descenso

Hay que bajar el sillín antes de descender. Hay que mantener los pies en los pedales en todo momento. Hay que echar la nalga hacia atrás para mantener el centro de gravedad balanceado. Y, sobre todo, no hay que frenar del todo, no se puede bloquear el movimiento de las llantas: si la de atrás se bloquea, seguirá bajando de lado, patinando, y eso significa caerse; si la de adelante, el movimiento seguirá expulsando al ciclista por encima del manubrio.

Me dan las explicaciones, las escucho. Los veo, desde atrás, desaparecer uno a uno por la primera bajada. Mientras me acerco al borde, para lanzarme también yo, hago un chequeo rápido de la teoría necesaria: sillín abajo, pies en los pedales, nalga atrás, no frenar del todo. Está claro. Cuatro puntos sencillos. Lo comprendo, pienso, mientras llego al punto de partida y miro hacia abajo.

Frente a mí el equivalente a los Cárpatos. Una caída sin final aparente, colindante con el precipicio y cuyo camino discernible tenía el ancho de cuatro alfileres puestos lado a lado en sentido vertical. Aquellos que llegan aquí, abandonad toda esperanza. No era momento para echarse atrás. Acerqué la boca al manubrio, musité a Diana una plegaria, y me lancé. Creo que avancé un par de metros antes de caerme. Sillín abajo, nalga atrás, pies en los pedales... ¿No frenar? ¿En serio no frenar?

Luego del espanto con ese primer descenso fui desarrollando la capacidad de acallar el sentido de supervivencia y no presionar los frenos. Igual, seguí cayendo. Acumulé tulundrones en las tibias y agradecí como nunca el invento del casco. En alguna ocasión, una piedra demasiado grande para David se escabulló hasta la llanta delantera y volé por encima de la bicicleta para caer, penitente, en la raíces de un árbol. Me desencajé un pulgar, Mateo tuvo que hacer las veces de curandero para devolverlo a su sitio. Yo no dejaba de sonreír. La adrenalina, y la luz entre las agujas de pino, anestesiaban de cualquier mal.

Y así el sol, entre caídas y sorpresivos logros, marcó las doce del día cuando terminamos esa primera bajada. Luego hubo que subir de nuevo. Y seguir subiendo. Y seguir subiendo. Y seguir subiendo. Según la aplicación donde habían descubierto el recorrido, en total eran veintisiete kilómetros: llevábamos diez y seguíamos subiendo. Doce y subiendo. Trece y subiendo. Pasadas las dos de la tarde encontramos otro descenso, leve, antes de seguir subiendo. A las tres de la tarde nos habíamos internado por caminos intransitables (tuvimos que llevar la bicicleta en la mano). A las cuatro, con las malezas arañándonos los pies, Mateo empezó a preocuparse.

Agotados de subir llevando las bicicletas de cabestro, llegamos a una bifurcación. A la derecha, subía. A la izquierda, bajaba. Elegimos la izquierda. Montamos y durante gloriosos quince minutos disfrutamos de un descenso transitable que desembocó, para alegría compartida, en una nueva carretera destapada. Allí, pasados diez minutos, una nueva decisión volvió a inclinarnos hacia el camino que bajaba: descenso rápido entre piedras y arena suelta, cuestión de veinte minutos, media hora, a buena velocidad antes de tener que detenernos.

Frente a nosotros una pared de zaran verde cerraba la entrada a un lote donde un aviso de la curaduría de El Retiro anunciaba la parcelación y construcción del proyecto residencial Juanito Laguna. El lote, inmenso, aparentemente vacío.

La pérdida y el rescate

Permítanme, en este punto, aclarar puntos necesarios para la mejor comprensión de lo que ocurrirá a continuación.

Primero, desde las ocho de la mañana, ninguno de los siete había comido nada. Eran las cuatro y media de la tarde y el hambre, restando fuerzas al esfuerzo, empezaba a causar estragos. Segundo, a las dos de la tarde, todavía optimistas frente a la ruta que nos esperaba y para mitigar el cansancio de lo ya recorrido, nos tomamos, cada quien, el último trago de agua. Tercero, desde hace una hora, más o menos, uno de nosotros había empezado a presagiar el hecho de que estábamos perdidos, sumando a su presagio una risa nerviosa y el ultimátum de que, si a las cinco de la tarde no habíamos encontrado nuestro destino, iba a llamar a emergencias.

Así, frente a la obra en construcción, el desaliento suyo había contagiado a los demás, y nadie se decidía por un curso de acción. Optamos, breve debate previo, a entrar en el terreno pese a las señales de prohibición. Andamos por el desierto terreno de los lotes donde se alzarán casas gigantescas esperando ver aparecer al vigilante asignado. El lote estaba vacío, y, lo que fue peor, no tenía ninguna otra entrada. Ocurrieron entonces dos descubrimientos antónimos: Mateo encontró agua, y caí en cuenta de que cuando en la carretera habíamos doblado a la izquierda, tendríamos que haber ido a la derecha.

Bebimos hasta el hartazgo. Luego, para no admitir lo vano de nuestro avance (habíamos montado, más o menos, media hora descendiendo, lo que significaba una hora deshaciendo el camino) exploramos por entero los lotes, esperando ver, en alguna parte, una salida a la carretera principal que nos llevaría a la represa de La Fe y, desde allí, a nuestro punto de partida en El Retiro.

Mientras esto ocurría, el excursionista asustado previamente cumplió su promesa y empezó llamando a su papá. Declaró, siendo la voz de la razón, que no debíamos movernos de ese punto y que lo mejor era pedir rescate. Estaba siendo, insisto, la voz de la razón, pero nadie quiere escuchar a la voz de la razón cuando ha consumido, al menos, un trago de épica. Y el bosque que nos había rodeado era épico, y nosotros cruzando con las bicicletas al hombro éramos épicos, y el descubrimiento de una construcción vacía a la que entramos sin permiso era épico. Si todo concluía con un rescate, sería patético.

Principalmente Mateo y yo nos oponíamos a esa idea. Mateo, porque compartía mi idea frente al error cometido y se sentía con fuerzas para deshacer el camino. Yo, porque me sumaba a su propuesta de volver a subir por la carretera, incluso si el otro camino también estaba errado: no me preocupa pasar la noche sin comer en medio de la nada, el bosque de los ausentes era todo lo hermoso que su nombre había prometido y el aire helado y limpio me contagiaba de una euforia en donde cualquier cosa, incluso el rescate, era mitad maravilla mitad delirio.

Finalmente, luego de otra errancia y cediendo a la voz de la razón, conseguimos importunar lo suficiente a la policía de El Retiro para acudir en nuestra ayuda.

Tengo el cuerpo marcado por los golpes de los pedales y un hombro no me responde del todo bien todavía. Espero emocionado el siguiente viaje. El bosque de los ausentes me deja la imagen de dos barranqueros posados en la rama de un pino, justo sobre mi cabeza. Los péndulos de sus colas marcan la hora exacta de la revelación. También me deja una certeza feliz: si en el viaje hubieramos estado sólo mi hermano y yo, nadie nos habría rescatado. Habríamos pedaleado en medio de la noche, sin miedo a errar el camino a casa.

Casa es donde está el otro.


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