Avatares de la memoria
Avatares de la memoria
Últimamente
siento que mi memoria me está fallando, como si con la vejez, además de perder
el pelo, perdiera las redes neuronales encargadas de almacenar imágenes,
nombres, fragmentos. Las escenas de la vida no regresan a mí con la misma
nitidez, los autores de libros que debería tener claros se mezclan en el camino
y termino con improbables chistes accidentales (como que los dos tomos de Los
mitos griegos fueron escritos por Robert Redford), vagos pasajes de
lecturas se tornan intermitentes y no consigo ubicarlos en su contexto: hay un
cuento donde una madre visita a su hijo drogadicto en un edificio de
apartamentos que va a ser demolido, tardé meses en recordar que fue escrito por
Alice Munro y que estaba en Demasiada felicidad.
Intento decirme que es normal, para evitar el
pánico. Me insisto en que a todxs nos pasan esas cosas. Trocar nombres,
confundir fechas, errar en datos. También lo otro, lo verdaderamente
importante: ser incapaces de ubicar un parque invadido de maleza y la iglesia
cercana donde un cristo rococó mira con indolencia las filas de sillas de
plástico. Me digo que no soy el único, y que no pasa nada, y que no puedo
pretender la misma claridad de mis veinte años a los treinta por el mero motivo
—perfectamente lógico— de que aquello que debo recordar está cada vez más
lejano. No tengo problemas de visión, me explico, es sólo que lo observable
está perdiéndose en la bruma de la distancia. Argumento, demuestro, insisto,
recito… Pero en clase, cuando en lugar de Arnold Hauser acudió a mí George
Simmel no pude evitar una punzada dolorosa entre el cuerpo calloso y el lóbulo
parietal.
Si darme alientos no funciona, lo contrario
rinde a la perfección. Leí hace poco un artículo donde argumentan la tendencia
a perder la memoria en los vegetarianos (cambié mi dieta sin transición, de golpe,
hace ya nueve meses largos) pues la proteína animal es necesaria para mantener
vigente el sistema bibliotecario interno. Una corriente helada me ablandó las
fuerzas durante la lectura. Imaginé mi memoria siendo cada vez más laxa, menos
capaz, a medida que llenaba mi cuerpo con soya y garbanzos. En cada lenteja
habitaba un núcleo amnésico. Los lotófagos de Ulises acechaban en las canastas
de los campesinos que todos los domingos bajan desde Santa Elena para vender
sus papas en el parque de Belén. Sentí, con el peso de toda injusticia, la
elección como un ultimátum. Volver a comer carne o prepararme para olvidar.
Entre la nada y el dolor, elegí la nada.
No sé si el artículo sea válido. Por cada hecho
irrefutable descubierto y avalado por el método científico hay, por lo menos,
un hecho irrefutable descubierto y avalado por el método científico que afirma
lo contrario. La metáfora, sin embargo, me funciona. Imagino a los primeros
humanos omnívoros rasgando la carne cruda, los procesos digestivos del predador
activándose para aprovechar al máximo la ración. Imagino las grandes cadenas de
pollos enjaulados, las estepas de la ganadería extensiva, el ruido perpetuo de
las cadenas de puercos, todos configurando una neurona colosal capaz de no
olvidar nada. Tal vez haya algo de verdad en ello: recordar, después de todo,
es en ocasiones un acto de crueldad.
Y, sin embargo —aunque el olvido no sea la
tragedia final ni la memoria la sagrada panacea— no dejé de sentir el pulso tembloroso
de quien espera el river en la mesa de póker para saber si sigue o no en el
juego cuando quise mencionar a Flannery O’Connor y debí conformarme con dejar
sola a Carson McCullers pues O’Connor (con su Sangre sabia, con su Los
violentos lo arrebatan, con la alegría hallada de haber comprado hace
apenas tres días sus cuentos completos) no estaba disponible.
Siento que se van yendo quienes me habitan e
inevitablemente deberé ir también yo, apagar las luces antes de salir y cerrar
con llave la puerta cuya textura, color, tamaño y forma no sabré donde he visto
antes.
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