01/I/2018
Necesito volver a escribir.
Lo imperativo de la oración anterior haría suponer una parálisis larga, agotadora. Mínimo, digamos, un año, quizás. Pero no, puro drama. En realidad son meses, tres o cuatro o seis, incluso. Pero no más de seis, y hasta el octubre pasado estuve corrigiendo Esas personas que se ignoran, por lo cual las labores de orfebre no me son ajenas sino desde hace dos meses.
Sin embargo, y pese a bajarle tensión con el párrafo anterior, no deja de ser cierta esta sensación de ahogo, esta quietud del verbo en los dedos y la torpe inestabilidad frente a la página en blanco. Síndrome del primer libro, me decretan mis doctores imaginarios. Cuando les pregunto por el remedio se encojen de hombros, abandonándome a mi suerte con la certeza de un diagnóstico equivocado.
Porque el enfermo conoce su dolencia y yo estoy relativamente seguro de estar muerto de miedo. Pavor al fracaso editorial. Pavor al éxito editorial. Pavor a no tener nada más que decir. Pavor a haberlo dicho todo y que no se trata sino de pendejadas. Pavor, especialmente, a perderle el gusto a narrar, a olvidar el golpe de adrenalina de las primeras palabras, a no volver a sentir ese imperioso gozo de haber sufrido una historia.
El miedo envejece. No sé de cuándo a esta parte empecé a preocuparme tanto por tantas cuestiones al margen de lo verdaderamente importante. Recuerdo: escribí para no matarme, escribí para no matar. Y eso debería ser todo. El resto, azares. Recuerdo: escribí en un blog sin lectores, escribí sin importarme nada a altas horas de la madrugada y con el cuerpo agotado. Y eso deseo recuperarlo.
De ahí esto. De aquí una esperanza.
Empezar así el año. No volver al pasado, nada vuelve nunca, nada nunca se va. Saber que mañana anhelaré hoy y adelantarme sintiendo desde ya nostalgia del presente. Esta es la única hora y esta palabra la única importante. Escribir como entonces. Escribir así, y no olvidar.
Lo imperativo de la oración anterior haría suponer una parálisis larga, agotadora. Mínimo, digamos, un año, quizás. Pero no, puro drama. En realidad son meses, tres o cuatro o seis, incluso. Pero no más de seis, y hasta el octubre pasado estuve corrigiendo Esas personas que se ignoran, por lo cual las labores de orfebre no me son ajenas sino desde hace dos meses.
Sin embargo, y pese a bajarle tensión con el párrafo anterior, no deja de ser cierta esta sensación de ahogo, esta quietud del verbo en los dedos y la torpe inestabilidad frente a la página en blanco. Síndrome del primer libro, me decretan mis doctores imaginarios. Cuando les pregunto por el remedio se encojen de hombros, abandonándome a mi suerte con la certeza de un diagnóstico equivocado.
Porque el enfermo conoce su dolencia y yo estoy relativamente seguro de estar muerto de miedo. Pavor al fracaso editorial. Pavor al éxito editorial. Pavor a no tener nada más que decir. Pavor a haberlo dicho todo y que no se trata sino de pendejadas. Pavor, especialmente, a perderle el gusto a narrar, a olvidar el golpe de adrenalina de las primeras palabras, a no volver a sentir ese imperioso gozo de haber sufrido una historia.
El miedo envejece. No sé de cuándo a esta parte empecé a preocuparme tanto por tantas cuestiones al margen de lo verdaderamente importante. Recuerdo: escribí para no matarme, escribí para no matar. Y eso debería ser todo. El resto, azares. Recuerdo: escribí en un blog sin lectores, escribí sin importarme nada a altas horas de la madrugada y con el cuerpo agotado. Y eso deseo recuperarlo.
De ahí esto. De aquí una esperanza.
Empezar así el año. No volver al pasado, nada vuelve nunca, nada nunca se va. Saber que mañana anhelaré hoy y adelantarme sintiendo desde ya nostalgia del presente. Esta es la única hora y esta palabra la única importante. Escribir como entonces. Escribir así, y no olvidar.
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