02/I/2018

Leí casi completo Los vigilantes, de Diamela Eltit. Celebramos en familia un cumpleaños colectivo para todos los nacidos en enero: dos tías, una prima y Mateo. Comimos patacón y tortilla española, la torta fue marialuisa de arequipe y salsa de mora. Luego hablamos de entierros y aparecidos, y Mateo me invitó a un recorrido en cicla el domingo. La ruta se llama el bosque de los ausentes, dificultad: alta. Llevo tres meses sin boxear y nunca he montado bicicleta en trocha, obvio le dije que sí.

¿Dónde acaba lo anecdótico y aparece lo literario? ¿En qué punto el registro de la vida diaria deja de ser la simple esquela de cronologías y conversaciones para convertirse en otra cosa? Escribo estas entradas para recuperar algo no completamente perdido, para esforzarme en construir otra forma de frescura donde escribir es respirar: vital y sencillo. Sin embargo, las preguntas.

Y acabo de permanecer con el cursor paralizado durante un minuto luego del punto anterior.

No todo debe ser digno de consignarse, no cualquier día o cualquier noche merece el trabajo de la página y el apalabraje necesario para fijarse. Pero quiero sostener lo mínimo un momento más. Así no tenga fuerza suficiente para metamorfosearse en relato, así sirva esto, únicamente, para recordarme en los días venideros que un dos de enero escuché cuentos de espantos y comí torta y me sentí feliz.

Mañana viajo a Venecia (Antioquia) con María. También esa felicidad espero recordarla.

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