Leer con amigos
Leer con amigos
Nos
encontramos cada sábado para comentar un capítulo del Quijote. Terminamos la
primera parte el año pasado. Cincuenta y dos capítulos. El próximo sábado vamos
a hablar del capítulo treinta y tres de la segunda parte. Cincuenta y dos mas
treinta y tres da ochenta y cinco, sumemos otro puñado (por festivos,
cumpleaños, contingencias) y tenemos noventa y dos semanas. Veintitrés meses.
Casi dos años, ya. Dos años leyendo el Quijote. Dos años viéndonos los sábados
para hablar de idealismo, de locura, de amistad, de cambios narrativos, de la
risa y la soledad evocadas en la figura flaca de Rocinante. Dos años donde
entre notas al pie, apuntes históricos, comentarios sobre el engaño y el desengaño,
dibujos, sonetos, juegos de palabras, visitas al diccionario, hemos ido
tejiendo una red sutil y efectiva, un laberinto cuyas galerías ostentan, con la
calma de la tarde y el tinto, el aire de una familia, la certeza de un hogar.
Somos seis (Laura, Mario, Daniel,
María, Michelle y yo), de vez en cuando se nos suma alguien, comparte un par de
lecturas y desaparece. No hay problema, hemos aprendido del Barbero y del Cura
que las despedidas son parte de la vida y que mejor es no aferrarse a las cosas
porque las cosas siempre, siempre, cambian. Carecemos de método al momento de
reunirnos, pero mantenemos ritual. Hay café recién hecho, hay un breve resumen
de nuestras semanas, y sólo entonces se recita el “En un lugar de la Mancha de
cuyo nombre no quiero acordarme…” para comenzar la sesión. Somos seis lectores del
Quijote que defienden su amor o su odio a Sancho y a los duques, que se dividen
entre los que prefieren el epíteto de “de la triste figura” y los que se
decantan por “de los leones”, que subrayan líneas disímiles para discutirlas
luego. En nuestro tiempo juntos hemos cabalgado con el hidalgo, ayunado en
Sierra Morena, dado volteretas, dormido en Montecinos, perseguido a Sancho y
rebuznado por todo lo alto pues, esto sin duda alguna, somos todos muy duchos
rebuznadores (los mejores, tal vez, de toda la ciudad).
En el fondo el Quijote es una
excusa. Cuando se haya terminado, cuando concluyamos (el próximo año) los
capítulos que cierran la segunda parte de las aventuras, entonces elegiremos un
nuevo motivo. La Comedia, o alguno de los clásicos griegos, o los cuentos de
Borges, o algo que nos siga reuniendo cada ocho días, que arda en el centro de
nuestras cuevas para recordarnos que no andamos solos en la noche inmensa del
mundo, que vamos lado a lado con otros que, de igual modo al nuestro, se
esmeran en encontrar los contornos de la luz en la oscuridad sutil de la
incertidumbre. El Quijote ha sido hasta ahora la excusa para el encuentro, pero
también le ha dado sentido. La historia del Quijote es, en el fondo, un cuento
sobre la amistad (la del caballero con su escudero, la de Don Quijote con
Sancho Panza). Acudiendo a ese aprendizaje del cariño ganamos el derecho a
ejercer, también, el cariño. Acudiendo a su amistad hemos inventado la amistad.
¿Hace falta alguna otra
justificación?, ¿se necesita más para invitar a leer con amigos? La historia,
nuestra historia (la de Mario, Laura, María, Daniel, Michelle y yo), es ésta.
Es sábados con tinto y el sol de las dos entrando por la ventana. Don Quijote
le cuenta historias a Sancho y éste las escucha como nosotros escuchamos al
libro. Leemos una historia sobre la importancia de las historias y escribimos
las nuestras, honrando su sentido al reunirnos a leerlo. Eso es todo. Eso es suficiente.
La hoguera no necesita dinamita para entregar el baile de sus pavesas. Soplando
una llama pequeña mientras se le acuna con las manos se puede prevenir todo el
frío del tiempo.
En el capítulo sexto, recién empezadas
sus aventuras, afirma el de la Triste Figura: “Sé quien soy, y sé quien puedo
ser”. Con igual severidad, desde la derrota y el dolor y con el cuerpo
magullado por los palos, podemos darnos el lujo de afirmar, una vez cada sábado
cada ocho días, una certeza semejante. Sabemos quienes somos, y sabemos quienes
podemos ser, ¡evohé!
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